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La llamada obsolescencia programada es una práctica ilegal utilizada por algunas compañías para precipitar la inutilidad de sus productos y forzar a los consumidores a adquirir otros nuevos. Es decir, los fabricantes crean productos que van a romperse o volverse inservibles al paso de un tiempo, con la intención de que el consumidor compre la próxima versión.
Es sabido que es una táctica popular entre los fabricantes, sobre todo de productos tecnológicos, pero es difícil luchar contra ella por la tremenda complejidad de los productos actuales. El problema es que se está extendiendo a otros sectores, como el software.
Las alarmas han sonado en primer lugar en Francia, donde las autoridades de protección al consumidor han iniciado una investigación contra Apple y Epson. La asociación Alto a la Obsolescencia Programada (HOP) acusa a la primera de aprovechar la actualización de sus sistemas operativos para ralentizar el funcionamiento de las versiones más antiguas del iPhone y así potenciar las ventas de los modelos más recientes. A la segunda, la acusa de programar la obsolescencia de los cartuchos de tinta de sus impresoras para que sean inservibles antes de que se les agote el producto.
Las sospechas sobre Apple y Epson refuerzan así a los partidarios de legislar a escala europea para combatir la obsolescencia programada, una práctica a la que se achaca en parte el imparable aumento de residuos y el desperdicio de materiales valiosos que podrían ser reutilizadas o mantenidas activas sin ningún problema.
No es que los consumidores cambien constantemente de productos porque quieran, sino porque son obligados. Según el Eurobarómetro de 2014, el 77% de los consumidores europeos preferiría reparar sus dispositivos antes que comprar unos nuevos. Pero es tan caro y complicado hacerlo, que prefieren gastar el dinero en un nuevo dispositivo. La falta de información, la complejidad de ciertos componentes o la ausencia de repuestos acaban forzando el deshecho prematuro de productos apenas usados con la sospecha de que podrían seguir activos.
El Parlamento Europeo ya había realizado un llamamiento en 2017 a la Comisión Europea y los estados miembros para luchar contra esta tendencia. Los eurodiputados han declarado que los consumidores deberían saber aproximadamente cuánto durarán sus productos y cómo pueden ser reparados; la posibilidad de cambiar la batería de nuestro móvil es otra solicitud muy popular.
La Comisión recuerda que las autoridades nacionales son las competentes para investigar las violaciones de la normativa europea sobre protección al consumidor. Pero dado el carácter transfronterizo de numerosas ventas y la comercialización de productos diseñados de forma idéntica para todo el mercado europeo, Bruselas también empezará a tomar medidas a nivel europeo.
La idea fue introducir un etiquetado sobre consumo energético que identifica a productos tan variados como televisores, frigoríficos, calefactores o ruedas de automóvil. La Comisión tiene previsto introducir en esas etiquetas, de manera gradual y producto por producto, los aspectos de durabilidad y reparabilidad. La vida útil de los productos y su posibilidad de reparación figuran entre las medidas clave de la CE para fomentar la llamada “economía circular”, que aspira a mantener el valor de los productos y los materiales durante el mayor tiempo posible.
La petición fue aprobada con una abrumadora mayoría (662 votos a favor, 32 en contra y 2 abstenciones). Pocos textos suscitan un consenso de esas dimensiones. Y es que, según Bruselas, la inmensa mayoría de la opinión pública demanda un modelo de producción más sostenible y un consumo menos compulsivo.
El plan sobre economía circular que incluye, entre otras medidas, incrementar el reciclado y la reparación manteniendo el valor de los recursos, materiales y productos dentro del escenario económico el mayor tiempo posible. Para ayudar en este empeño es necesario que a todos los actores implicados en la reparación y reutilización se les garantice un marco normativo que impulse y ofrezca seguridad en su sector.
Además, los usuarios deberían poder acudir a cualquier tienda de reparación para arreglar sus productos y prolongar así su vida y uso sin verse obligados a ir al servicio oficial del fabricante. Todo esto queda reflejado en las Directivas 2008/98/CE sobre residuos y 2012/19/UE sobre residuos de aparatos eléctricos y electrónicos, que incluye en su redacción la necesidad de favorecer la puesta en el mercado de productos duraderos y reparables.
Algunos países, como Francia, ya se han adelantado. E incluso persiguen penalmente la obsolescencia programada, a sabiendas de que en el sector digital se ha ampliado el desequilibrio entre la información disponible para el productor y la que llega de forma inteligible al consumidor. Una brecha muy tentadora para convertir un producto en inútil a ojos del profano desprevenido.
En España, en marzo de 2017, la Comisión para el Estudio del Cambio Climático del Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad una proposición no de ley que insta al Gobierno a poner en marcha acciones contra la obsolescencia programada, que incluye medidas para prohibirla, el alargamiento de las garantías, la compra pública responsable, medidas efectivas en la reducción de residuos, etc. También se añaden medidas de apoyo económico a las empresas parar la reparación, reutilización y reciclaje de residuos.
La fundación Feniss (Fundación de energía e innovación sostenible sin obsolescencia programada) ha desarrollado el sello ISSOP (Innovación sostenible sin obsolescencia programada), que pueden suscribir las empresas que cumplan ciertos requisitos de producción e innovación dentro de unos parámetros objetivos de sostenibilidad, incluido el hecho de que ninguno de sus componentes electrónicos se haya diseñado con obsolescencia programada. Hay 15 empresas que ya se han distinguido con este sello.
Hay especialistas que opinan que legislar la obsolescencia programada impondría restricciones contraproducentes para todos, pues impediría a las empresas crecer e innovar más deprisa, y eso redundaría también en el usuario. Según estos expertos, si bien es cierto que cada compañía tiene que marcar su estrategia, siempre comunicándola con el adecuado nivel de transparencia. Aunque tampoco es lógico que las marcas digan que un usuario tiene un equipo antiguo cuando apenas tiene 4 años y va bien.
En cambio, aquellos que se oponen a la obsolescencia programada tienen también sus razones. La primera, el daño medioambiental que ésta conlleva por la cantidad de residuos a que puede dar lugar. Otra razón para investigar y penalizar esta práctica es que se trata de una forma de fraude masivo, llevado a cabo desde la industria y focalizado en el eslabón más débil de la cadena comercial: el consumidor. La ofensiva contra la obsolescencia programada requiere de algo más que de vigilancia y normativa. Exige también una seria reflexión y de autocrítica no solo por parte de la industria, sino también de los consumidores. El objetivo es instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo y mejor, pero antes de lo necesario.
El caldo de cultivo que ha alimentado y tolerado la producción de bienes con una vida útil cada vez más y más corta se nutre de condicionantes sociológicos muy presentes en las sociedades de consumo, como el culto a la novedad por encima de la calidad.
El consumidor deshecha el producto antes incluso de que se estropee porque las empresas ya están ofreciendo otro un poco mejor, generando una cantidad ingente de residuos.
Imagen: Francisco Shibata
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